viernes, julio 21, 2006

Acerca del poema "La Montaña"

Gastón Soublette A.


A juzgar por el título de este libro, pareciera que su autor se está comparando a una montaña, como quien tiene una elevada (inflada) idea de sí mismo. De ser así, Julio César Ibarra vendría a ser eso que se suele llamar un “sobrado”. Pero él que escribe este prólogo conoce bien al susodicho y entiende que esta revelación que él hace de su montaña interior no tiene nada que ver con la impostura de quien se recomienda a sí mismo para parecer mejor de lo que es. De mis conversaciones con este hombre entiendo que para él, como también para mí, todos tenemos una montaña dentro, sólo que no son muchos los que se dan por enterado de ello. Todos tenemos una base afincada a la madre tierra y una cumbre aguzada que se aproxima al cielo, y también por supuesto, una pendiente o cuesta que escalar en el lapso de una vida.

Nuestro deber es hacer que eso se vuelva consciente, de manera que el imperativo de escalar nuestra cuesta interior se nos imponga cada vez con mayor claridad. En este sentido debemos reconocer entonces que el título de la obra está muy bien puesto, porque es un fiel reflejo del itinerario ascendente de Julio César Ibarra, esforzándose por entender la vida siempre desde una mayor altura, hasta llegar a ser un “hombre”.

“La Montaña” es un libro-documento, y en ese sentido debe ser considerado como un valioso testimonio de la experiencia vivida en la sociedad chilena durante los últimos veinte años. Esos veinte años que han dado tanto que hablar a los chilenos, porque son innumerables los testimonios escritos que nos han quedado de ese período, y que aún se siguen escribiendo. La mayor parte de ellos, no obstante, son testimonios alineados, motivados por determinadas tendencias ideológicas que procesan los hechos acaecidos conforme a una estructura preestablecida de pensamiento, consciente o inconscientemente. Pocos, o mejor dicho ninguno de los que han salido a la luz pública son reales testimonios, en el sentido que tras ellos no se percibe la presencia de un ser humano que libremente, y a partir de sí mismo busca la verdad no sólo en los hechos ocurridos en el escenario político, sino en lo que le ocurrió a él como persona que evoluciona y en todos los aspectos de su vida. Por eso lo que le ha ocurrido al autor como ser consciente en constante mutación, es la referencia suprema que le permite acceder a lo que en lo hondo de su humanidad le ha ocurrido a otros. Por eso este libro-documento no está dirigido a los políticos ni a los historiadores, sino que responde a una pregunta fundamental que, al parecer, nunca ha estado en la mira de esos señores: ¿Qué pasó con la vida mientras en este país se instalaba en el poder, la arbitrariedad, la injusticia y la violencia, y todos nos alineábamos en uno u otro bando?

Recuerdo haberle oído decir a Julio César que él se definía como un combatiente. Y ciertamente lo fue entonces, pero su estrategia combativa no era sólo combate, había en él una preocupación porque ese combate fuese enriquecido con una actitud poética mediante textos inspirados que debían ser leídos frente al adversario, como invitándolo a percibir una dimensión humana inédita en el conflicto mismo. Y eso es parte importante del texto que ahora nos entrega. Porque ocurre que no todo combatiente está capacitado para tomar distancia ante el escenario en que le toca actuar como para reflexionar sobre él con la profundidad con que Julio César lo ha hecho en este libro. Por eso, el hecho de que él se haya alineado ocasionalmente en alguna posición determinada en esos tiempos, para quienes le conocemos, carece de importancia. Ayer, hoy y siempre, y por sobre actitudes de uno u otro carácter, Julio César se ha movido en la vida en función de esa inquietud fundamental suya. Para decirlo con todas sus letras, a él lo que le interesa es la vida, y debemos apreciar como lucidez de su parte su constante esfuerzo por depurar su visión de todo elemento distorsionador que pueda desplazar el centro de un interés por el hombre hacia referentes conceptuales propios de la racionalidad mecánica en que se elabora el juicio de valor del hombre contemporáneo.

Por eso su, o sus, militancias de esos años debían rematar finalmente en la fundación de lo que él llamó el “Partido Mágico del Pueblo” nombre en el cual el apelativo de “partido” no va más allá de una concesión, por lo demás irónica, al lenguaje político vigente, porque lo importante ahí son los otros dos conceptos, vale decir, la magia y el pueblo.

El lector podrá apreciar lo que este movimiento fue, en un pasaje medular del libro cuya comprensión, sin embargo, no resulta del todo fácil a cualquier lector. Porque a medida que voy escribiendo este prólogo, comienza a asaltarme la duda acerca de si se ha entendido en toda su dimensión la posición “humana” de este combatiente en los términos con que se ha hecho referencia a ella más atrás. Porque esto de entender el mundo a partir de sí mismo puede ser mal entendido por muchos lectores que juzgan en base a posiciones ideológicas sin advertirlo, y son básicamente incapaces de entender a quien rechaza el rayado de cancha en que inconscientemente se generan nuestros juicios hoy. Por eso destaco como hito revelador del libro ese pasaje en que el autor se pregunta qué puede hacer en la vida ahora quien ha llegado a no creer en la lucha de clases ni en la movilización social, pero sin dejar de ser siempre un hombre de izquierda que visceralmente estará siempre con el pueblo. Julio César sabe que la lucha de clases existe, y también ve la necesidad de la movilización social; pero junto con ver la materialidad de todas esas cosas, ve el vacío de humanidad en que todo lo ideológico se ha movido hasta ahora. Por eso en su enumeración de modelos humanos dignos de ser considerados como signos de orientación, aparecen figuras tan fantasmagóricas como el pintor holandés del siglo XV Jerónimo Bosch, quien convive codo a codo y en una misma superficie blanca con Violeta Parra.

Conviene recordar a este respecto que en aquellos años las “paradas” y “movidas” de este combatiente-poeta le valieron el apelativo de el “mágico” justamente por percibir los aspectos inéditos de las cosas y actuar en consecuencia, lo cual viene a ser como la más íntima sustancia de este libro. En lo que se refiere al pueblo, es necesario aclararlo, por segunda vez: Julio César, no por ser un observador superdotado de la riqueza oculta del mundo, se ha apartado de la comunidad de los hombres. Su actitud en ese sentido es la de quien, sin dejar de ser un hombre especial, de una originalidad a toda prueba, no puede menos que sentirse también, en atención a muchos aspectos de su persona, como uno de tantos, pues está probado por muchos milenios de historia, que son justamente los personajes más singulares que la humanidad ha conocido, los que más conscientes han estado de la igualdad fundamental de todos los hombres.

Las muestras que en este libro da Julio César de haber penetrado en las profundidades del corazón humano ponen de manifiesto en él una capacidad de comprender y de amar que nos sitúa en la pista de lo que podríamos llamar “nuevas recetas para la santidad”. La expresión me fue comunicada por un amigo español (Víctor Ruiz) que desde hace algunos años ha comenzado a trabajar el tema, en el entendido que los parámetros de excelencia humana con que ha calificado de santos a los ascetas de otros tiempos, orantes, piadosos monjes y clérigos, no son adecuados para esta época. Y si con la palabra santo se ha querido caracterizar a un tipo humano que procura mantenerse libre de la perversidad del mundo, eso hoy puede reinterpretarse como la aptitud que algunos tienen de percibir el poder avasallador del sistema para alienar la conciencia de los hombres y reducirlos a su medida, y hallar mediante ese sexto sentido, el camino de su liberación y ayudar a otros a liberarse. De esa aptitud, que es lucidez salvadora, deriva la nueva “receta” para la santidad, la cual parece adecuarse bien a la actitud vital que informa la poesía de Julio César Ibarra, a lo que hay que agregar, por supuesto, su sinceridad, su fidelidad a sí mismo y su amor a los hombres. Con todo esto él está específicamente más cerca del concepto de santidad que se desprende de la persona misma de Jesús, como de tantas otras figuras del santoral tradicional. Y esto se dice para explicar por qué el autor de este libro, después de las grandes crisis personales de que da cuenta su poesía, no podía menos que tener un encuentro inevitable con el Hijo del Hombre, a quien él señala como a su Salvador.

El libro llamado “La Montaña” está formado por textos de formato literario muy diferente pero unidos por un hilo conductor que no es otro sino la persona misma de Julio César Ibarra en evolución. No es una antología de escritos de los últimos veinte años, sino un memorial posterior a las experiencias a las cuales el libro hace referencia. En esas experiencias, la rebeldía y la rabia junto con hacerse presentes, pero decantadas de su aspereza inicial, son trascendidas por un sometimiento libremente elegido del autor a la lucidez de su propia sabiduría.

Literariamente hablando en gran parte se trata de lo que comúnmente se designa con la palabra “antipoesía”, la cual no es sino una forma más de poesía. Por eso es que se puede decir que hay mucha poesía en esta antipoesía, como también la hay en los textos testimoniales en prosa directa, autobiográficos, informativos y otros.

Una lectura ininterrumpida del libro constituye una experiencia emocionante, por la hondura de sentimientos que se percibe en él, por la constante sorpresa que nos sale al paso en los felices hallazgos de la reflexión poética que ellos van enhebrando verso a verso, y por la verdad casi irresistible que en ellos se impone a nuestra conciencia. En lo que se refiere a lo primero, se trata de una manera de decir que resulta en todo congruente con una manera de ser, por lo que no hay en estos textos nada fabricado deliberadamente con el propósito de lograr un efecto solamente literario. En lo que se refiere a lo segundo, se trata de reconocer en esta poesía coloquial al observador de los aspectos inéditos de la realidad, en lo que viene involucrada esa riqueza de visión del mundo que le valió a Julio César el apelativo de el “mágico”, en lo que debemos ver también la mejor substancia de su trabajo poético. Y en lo que se refiere a lo tercero de trata de aceptar y acoger la verdad incuestionable contenida en el testimonio de un hombre que se vivió su existencia al límite que puede alcanzar el compromiso de solidaridad humana cuando se está dispuesto a morir por lo que se cree.

El fruto de esta epopeya personal ha sido por una parte lo que él mismo designa como la muerte del “mágico”, y el nacimiento de un “hombre”.

Pero lo que aquí se designa de ese modo (lo cual no se dice sin una fuerte carga de melancolía y de añoranza), no se refiere sino al fin de un operar de la magia psíquica que se dio sin el respaldo de la madurez viril que después le ha permitido al autor habitar el mundo como un miembro completo de la comunidad, porque esa magia que irrumpe desde dentro para revestir nuestro mundo y el de otros con el aura de lo inédito y maravilloso, si no está compensada con la suficiente dosis de equilibrio humano, puede devenir demencia; y Julio César confiesa haber estado demente: ¡Bendita y salvadora demencia hay que decir!

El autor de esta introducción lo ha visto transitar por todas sus etapas, entrar en sus variados territorios de maniobras, y salir airoso de todos los laberintos en los que lo introdujo su temeridad, y debe confesar que, en referencia a lo que se ha grabado en su memoria en todo ese pasado, la experiencia de leer este testimonio escrito, ha constituido una sorprendente y estremecedora experiencia, por todo lo que un hombre pudo extraer de su propia aventura existencial, guiado sólo por la autonomía de su insobornable conciencia.



NOTA: El sabio de la tribu: Académico; historiador del arte; experto en estética, filosofía oriental y cultura mapuche; musicólogo y compositor formado en Francia y uno de los grandes integradores de la música popular chilena en el ámbito docto (gracias a su decisivo encuentro con Violeta Parra), Gastón Soublette es un compendio de múltiples saberes, que transmite a sus alumnos-discípulos, bajo una cosmovisión que apunta a recomponer "el sentido trascendente de la vida". Un maestro que, sin abandonar jamás su cruzada por el rescate de las raíces y los valores culturales, no oculta su desolación ante el materialismo y la pobreza espiritual del Chile actual. El gran problema, afirma, es que "no hay alguien, como Vicuña Mackenna, que tenga clara la verdadera función de la cultura, que es la de crear personas con discernimiento". Algo que, por cierto, "no le interesa a ningún poder".