Ya había ocurrido alguna vez con "Popol Vuh", dirigida por Andrés Pérez. Esa vez, las autoridades universitarias consideraron que la obra -en la que se explora cómo y de cuántas formas hablan los dioses- era "contraria a la tradición cristiana". Así entonces, los alumnos de la UC no debían verla. No al menos en los recintos de la Universidad.
Esta semana ocurrió de nuevo.
Como actividad de graduación, los alumnos de teatro montaron "Insultos al público", de Peter Handke (un nadador a contracorriente como pocos). Reescribieron el texto -es decir, adecuaron su escritura a los sobreentendidos de nuestra propia habla- y ofrecieron las funciones por dos semanas. En escena hubo mímicas masturbatorias, alusiones al físico de la Presidenta Bachelet, himnos a Pinochet y algunas desnudeces.
El decano de la facultad habría sugerido disminuir las funciones públicas de las dos semanas inicialmente previstas, a dos días. Así lo aconsejaría, se informó oficialmente luego, "un criterio valórico, académico, estético y de prudencia". Como la directora desatendió el consejo -que a la luz de lo que ocurrió luego, más que un consejo era una prescripción-, cesó en su cargo.
El incidente pone en escena -de nuevo- el viejo problema de los límites del discurso. Y en especial, del discurso artístico.
En términos generales -salvo dos o tres excepciones, como el discurso de odio o la práctica de la pornografía, que niegan la calidad de sujetos a algunos de nuestros semejantes-, una sociedad abierta debe tolerar la libre expresión.
Hay varias razones para ello.
Mill, por ejemplo, argüía que la libre circulación de las opiniones y de las ideas permitía que la verdad espantara al error y a la estupidez. En la libre competencia de las expresiones, la verdad, sugirió, acabaría por imponerse. Kant, por su parte, sostuvo que la libre expresión era un homenaje a la igualdad humana. El control de la expresión entre seres humanos adultos importaría sostener que hay un puñado con mayor capacidad de discernimiento que otros. En fin, Raz sugirió que la libre expresión era la que mejor se avenía con la irreductible diversidad humana. Si somos tan distintos unos de otros, es inevitable que a la hora de expresarnos tengamos diferencias muy radicales. Y no es posible, dijo, controlar la expresión sin ahogar esas diferencias.
Así, entonces, parece claro que, a primera vista al menos, es mejor tolerar que todas las ideas y puntos de vista puedan expresarse, en vez de sofocar algunos de ellos porque nos parezcan torpes, feos, desdorosos o peligrosos.
Lo anterior parece más obvio tratándose del arte.
El arte -lo sabemos de sobra- no sólo se relaciona con el idealismo de lo estético, las rutinas del academicismo o el consumo de objetos o de espectáculos vinculados al buen gusto. También es una práctica para explorar los límites del orden, dar curso a energías pulsionales reprimidas, ensayar formas de comunicación cuando el pacto del lenguaje parece fracasar.
En una palabra, el arte casi siempre es el intento por estirar la cuerda, por correr el muro donde principia lo que no puede ser dicho.
Por eso, si la libre expresión es imprescindible tratándose de la política y del periodismo, también lo es tratándose de la producción artística. ¿Cómo vamos a alentar a un grupo de jóvenes para que explore nuevos lenguajes, transmita pulsiones reprimidas o se acerque al borde de lo que nadie se atreve a decir -que son las cosas que en general hace el arte- si a la hora de enseñarles comenzamos por advertirles que hay escenas, cuerpos, acciones y lenguajes que por ofensivas o aparentemente contrarias al pudor no deben ser expuestas, mostradas, ejecutadas o siquiera dichas?
No se trata, por supuesto, de defender la calidad de la puesta en escena de los alumnos de la UC, ni de juzgar la competencia de sus autoridades para regular autónomamente la enseñanza que se imparte en sus aulas.
En cambio, se trata de advertir que hay cosas que -incluso cuando se cuenta con razones aparentemente plausibles- es mejor no hacer porque, si se las hace, se acaba derogando no una puesta en escena, sino el sentido mismo de la práctica cultural que la sostiene y que se pretende enseñar y ejercer.
Después de todo, el teatro -ese juego de identidades y de formas que acontece en la escena cada día, de manera única e irrepetible- no sería posible si no fuéramos capaces de aceptar que quienes lo ejecutan, como los jóvenes de la UC, exploraran los límites, hurgaran en sus cuerpos y estiraran la cuerda. Aunque nosotros, los espectadores, nos pudiéramos sentir por un momento insultados.
A veces, prohibir el insulto contradice el sentido de la práctica que se intenta proteger, y acaba -esta vez sí- insultando al público.
Opine en el Blog de Carlos Peña en:
http://blogs.elmercurio.com/reportajes/2008/01/20/insultos-al-puvlico.asp
Frente al tema un aporte de Freddy Galland (fredstgo@yahoo.com) desde España:
En La Nación por internet Vi la noticia sobre la censura en la TEUC y la expulsión de Verónica, la página daba la opción de enviar comentarios, y lo que me sorprendió positivamente es que mucha gente envió sus puntos de vista.
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