"A la sombra de la Montaña", de Julio César Ibarra
Por Gastón Soublette
Nos hallamos aquí reunidos para el lanzamiento de un libro escrito por un muy querido amigo nuestro. También para acompañarlo en su ausencia.
La situación que todos vivimos frente a él y la que él vive respecto de quienes estamos aquí reunidos por él, es dolorosa y también misteriosa.
Quienes han conocido a Julio César Ibarra como un hombre de corazón grande, de inagotable vitalidad, de gran talento poético y coraje, hasta el punto de querer dar su vida como testimonio de una noble causa, no entendemos por qué no puede estar aquí ahora con nosotros, y nos preguntamos ¿qué le faltaba a su ser para ser como debía ser, ya que el destino lo ha sometido a una prueba tan dura? Ese hecho es la causa de nuestro dolor y a la vez de nuestra perplejidad frente a lo inexplicable.
Él dice ahora que es un hombre de Dios. Y a modo de advertencia de una cierta reciprocidad de nuestra parte, en el sentido de que le demostremos que en nuestra relación con él debemos partir de esa base para definir a su persona.
Varios le hemos dicho que siempre para nosotros él fue un hombre de Dios, y él responde que si siempre hizo profesión de fe ante sus amigos más íntimos, no podía antes afirmar con tanta seguridad lo que ahora afirma acerca de sí mismo.
¿Le han cerrado una puerta, pregunto, a través de la cual él transitaba antes tan seguro, y eso para abrirle otra puerta que él creía haber cruzado, sin que eso fuera tan real como llegó a creerlo?
Hacia dónde se dirige ahora la fuerza, el coraje, la poética de vida, las ansias de vivir de este hombre, que aún antes de esta dura prueba ya parecía que su capacidad, su movilidad, su creatividad constituían un marco estrecho para sus ansias de vivir en una dimensión superior a lo que entendemos por vivir?
Conocí a Julio César un día cualquiera a principio de la década de los años 80 del siglo pasado. Decirlo así suena como algo muy distante, aunque a mí me parece como sí hubiese sido ayer. En medio del desorden de las manifestaciones contra la dictadura militar en los patios del Campus Oriente de la Universidad Católica, él se acercó a mí como un perfecto desconocido y me dijo: Profesor ¿en qué mundo estamos viviendo? Frase que adopté y que desde ese día comencé a repetir frente a otros hasta hoy, como si hubiese estado esperándola para desahogar mi angustia, la misma con que Julio César me la espetó al rostro. Desde ese día nos seguimos la pista mutuamente y nuestra relación de amistad se volvió un hilo continuo hasta hoy.
Nuestra diferencia de edad es bastante grande. No digo siquiera que soy un hombre mayor, sino que soy decididamente un anciano, el cual, sin embargo, puede reconocer como amigos de intimidad a otros que por su edad pudieran ser sus hijos. Eso para explicar que con Julio César tenemos caminos y asuntos muy diferentes en la forma al menos, que absorben nuestra existencia, pero no faltan las ocasiones para sucesivos y felices reencuentros y entonces ocurre lo que siempre ha ocurrido cuando con otros se han compartido cosas grandes que atañen al sentido de la vida, quiero decir que en esas ocasiones el tiempo no pasa. Nuestra calidad de antiguos combatiente contra la dictadura es siempre un telón de fondo, porque fue el escenario de nuestra lucha codo a codo, de nuestro entendimiento, complicidad y sobre todo de nuestra exacerbada creatividad. El esfuerzo por superar la situación infernal en que el país se hallaba, y en el ámbito de nuestro día a día, como alumnos y profesores de una universidad que el dictador manipulaba a su antojo, eso nos hizo ir más allá de nuestros límites psíquicos y aún físicos. Nos volvimos al parecer inagotables: él a los 24 años y yo a los 54. Él ayunó 38 días y sobrevivió.
La opción de dejarse morir de hambre del grupo de protesta que él integró a causa de la expulsión de los alumnos que se tomaron el Instituto de Filosofía fue para mí una tragedia que me superó por entero. Otros se limitaban a recibir información del estado de los ayunantes…
En lo que a mí concierne, yo sencillamente no podía permitir que eso ocurriera, y me jugué entero, exponiéndome a una expulsión. Recuerdo esa tarde en que visité a Julio César y él me dijo que no viniera más, porque él ya se había despedido de su familia y amigos más íntimos. Nos abrazamos y casi me desvanecí al salir por la puerta. Entonces me hallé frente a frente a Edgardo Busquets y él al verme así me abrazó sin decir palabra y me miró con cara de pregunta. Fue entonces que el cielo me iluminó y le dije: Si el ayuno lo tomamos nosotros, ustedes podrían deponer su actitud. Lo pensó un momento… Parece que eso no se le había ocurrido y luego me dijo: trecientos que ayunen una semana, eso podría ser. Corrí al Campus Oriente y aprovechando que el patio central estaba repleto de gente, me paré sobre un banco y comencé a llamarlos a todos a gritos. Al cabo de unas horas teníamos las 300 firmas de los que se comprometían a realizar un ayuno público de una semana.
Por eso Julio César me ha dicho siempre algo que me halaga mucho: Gastón me salvaste la vida. Y cuento esto con detalles para que aprecien ustedes que los lazos que me unen a él son indestructibles y su recuerdo está en mí como siempre como algo luminoso que apunta al sentido de la vida, pues no es otro el alcance de su pregunta ¿Profesor, en qué mundo estamos viviendo?
Pregunta que no se agota en la dictadura militar y que sigue vigente, quizás ahora más que antes, porque desde entonces hasta hoy, muchas cosas que creíamos sólidas e inconmovibles se han desintegrado enfrentándonos al sentido más profundo de lo que nuestro poeta quiso preguntar entonces.
Yo le seguí la pista a este hombre y celebré todas sus realizaciones como productos de un ser de inagotable talento y generosidad. Su etapa del Partido Mágico del Pueblo, cuando todos lo denominábamos EL MÁGICO. Su etapa de Poder Popular, la etapa de los combates con recitaciones poéticas desde las trincheras callejeras; su etapa en que él anunció que había encontrado a Jesucristo. La etapa en que terminó su gran memorial heroico lo llamaría yo, y que él llamó La Montaña. La etapa de su desvarío mental por exceso de reflexión y de identificación con los problemas graves de la modernidad, porque la frágil naturaleza humana no puede echarse encima todos los problemas del mundo, como si fueran de su responsabilidad solucionarlos, sin caer en el peligroso abismo de las ideas sobredimensionadas.
Julio César se tranquilizó al fin y llegó a ser una autoridad en materias educacionales. Tal es la etapa madura de su vida, como profesional, esposo, padre, no sin antes haber pasado por momentos difíciles con algunos de sus amigos que no pudieron seguirlo a veces por el camino de la desmesura anterior. Algunos tenemos en nuestra reserva de recuerdos más de un encontrón con él, que puso a prueba nuestros ideales de paz, mesura y respeto, porque los más pacíficos entre nosotros en ciertas ocasiones perdimos la paciencia y lo perseguimos espetándole una ametralladora de garabatos de los más potentes de nuestra tradición oral.
Llegué a creer que no lo vería más, pero él me escribió diciéndome que solo ahora había llegado a saber que yo había escrito una carta a El Mercurio informando sobre los ideales del movimiento llamado Poder Popular en que él militaba y que lo había mencionado como uno de sus más connotados miembros y que por eso él quería reanudar relaciones de amistad conmigo.
Nos reencontramos en Las Lanzas de la plaza Ñuñoa y ni siquiera hicimos mención de nuestro desencuentro anterior y todo volvió a ser como antes, hasta hoy. Su madurez lo hizo ganar en discreción. Ahora no es él de esos que siempre dicen lo que se antoja, pues parece conocer el antiguo refrán que dice Quien siempre dice lo que se antoja, pronto oirá lo que le enoja. Y de esos enojos ya tuvimos bastante.
Como bien dice Gabriela Aguilera quien redactó el texto de la contratapa del libro que hoy presentamos, esta obra se mueve entre dos polaridades, inevitables en un hombre de tan poderosa y compleja interioridad, por una parte, y de tantas inquietudes y proyecciones hacia el mundo de los demás hombres, las instituciones, las glorias y las desgracias de esta humanidad moderna. Pero antes que nada atengámonos al autorretrato con que el autor quiso encabezar su libro. Ahí él se define como una montaña, pero no en el sentido de atribuirse esta comparación a modo de un símbolo de grandeza, sino como el poema lo explica, como una espalda que soporta la cielo, un cielo que salva y que condena a la vez, un cielo como destino que desciende sobre los hombres y que no carece de rasgos terribles, al punto de emplear, junto a los calificativos luminosos y propicios, lo demoníaco y mentiroso. Parece que Julio César Ibarra se sitúa aquí en la misma posición del viejo chino Lao Tse, que afirma que el cielo no tiene humanidad porque trata a los hombres como perros de paja, refiriéndose a las adversidades que caen sobre tantos y que los aniquila sin que sepamos por qué.
El autor se define también como un hombre inserto en el tiempo y no libre de las cargas del ayer y de las proyecciones y espejismos del mañana, del mundo y de sí mismo, que lo urgen a actuar siempre como combatiente, como si estuviese condenado desde lo alto para enfrentar siempre lo difícil. Por eso en el tercer poema, él más explícitamente se define como un rebelde, inconcluso, en cuanto siempre está atento al advenimiento de un bien que el mundo en que le toca vivir no permite que llegue a los hombres.
Julio César Ibarra fue un combatiente enconado en tiempo de la dictadura y por eso también una víctima del terrorismo de Estado, por eso La Montaña le mostró en esos tiempos que el cielo que soporta sobre sus espaldas fue entonces como el descrito por Lao Tse, pues según él, cayó en los patios de la universidad, aplastando a muchos inocentes poetas hermanos suyos.
Pero da la impresión que este poeta, que deplora los crímenes del poder sobre sus hermanos, le atribuye a su verbo poético un poder también como el que en la antigüedad tuvieron los poetas, el de mutar las cosas, incluso la geometría misma del territorio.
Cuando me muevo, la tierra se desgarra.
Todo cambia, recreo la geografía
Rebalso los ríos
Atemorizo el cielo.
Por su calidad de combatiente él no conoce la paz, sino en ciertos momentos de misericordia.
Eso me recuerda lo que una muchacha judía del ejército israelí me dijo una vez en Europa La felicidad es para los chanchos, nosotros tenemos una misión.
Pero esta montaña que soporta un cielo ambiguo, que incluso miente, confiesa no ser tan firme como a veces pretende ser, tiene un interior oscuro, donde yacen muchos pájaros muertos. Vuelos frustrados digamos de él y de otros…
Confiesa desear a veces que esos pájaros, se transformen en cuchillos, como Pablo Neruda llama al río de tigres enterrados para despertarlos y conducirlos a la batalla de la venganza. Es una tentación de santa ira, que por ser tan violenta y ambiguamente santa él no la deja salir:
Hay días en que estos pájaros muertos resucitan
trepan por mis entrañas y quieren volar hacia
el ocaso convertido en cuchillos feroces
y yo cierro los ojos y nos los dejo huir.
Es notable su relación con la poesía. Da la impresión de que la que ama tanto y ella lo ama tanto a él como para que sean siempre una pareja en conflicto. Ella lo salva del laberinto en el que estaba prisionero
La poesía es como el polen en primavera
se me impregna en la piel
no puedo negarme a ella.
La maldita me espera siempre al anochecer…
Maldita como puede serlo una mujer muy amada, por el poder que adquiere sobre nosotros: Maligna, como le dice Pablo Neruda a Jossie Bliss
Se que se les entrega a otros, y voy
ella me pide a mis padres
y se los doy
luego son mis hermanos
y yo se los entrego
engendré hijos
y ella también intenta cobrar su parte…
¿Acaso la poesía para ser tal en nuestra vida requiere de tanto cuidado como para ser preferida antes que nuestros mismos seres queridos? La TENTACIÓN de ser un siervo del esplendor de la belleza.
Mi finado amigo Tomás Lefever, gloria de la música chilena, me hablaba casi temblando de esa tentación. Me decía: a veces estoy escribiendo, porque también era poeta, y el mundo se puede desmoronar y me vuelvo totalmente insensible a todo horror, a todo desastre. Es terrible, decía, eso de que algunos hombres puedan llegar a ser solo una modalidad del habla humana, debiendo sacrificar todo hasta que sus vidas puedan llegar a ser un puro caos.
Pero si su tentación es grande, su conclusión sobre este conflicto no es menos sabia
La poesía es una gran puta
con apariencia de niña buena.
Pareciera ser por sus huellas
que solo se entrega y florece
para los hombres verdaderos.
Los demás
somos unos pobres desquiciados.
La poesía como tentación del hombre inconcluso, que poco tiene para oponerle a su seducción. Parece que Julio César quisiera decirnos que seguir lo que él llama La Biblia de Huidobro, es decir llegar a ser un pequeño dios, por el acto de crear, él y otros lo han pagado quedando indefensos frente a los verdugos del sistema
Nos condenaron –dice- al infierno
que para ellos es la vida.
Afortunadamente las relaciones de Julio César Ibarra con la poesía no son solo literarias. Si así fuera solo jugaría con la verdad a que las palabras apuntan y en ese juego a él no le habría faltado talento como para haber llegado a ser un astuto promotor de sí mismo, un vanidoso del buen decir. No, su relación con la poesía no privilegia el buen decir sobre la experiencia de la verdad. En el séptimo poema dice
Ellos me miran… y yo los miro
y no veo más que desierto
al igual que Juan, espero al Hijo del Hombre.
Ahí, ante mí, está el desierto
Yo soy Juan, el Bautista
buscando a mi pueblo.
Me busco a mi mismo en los ojos de los demás
pero solo veo desierto.
Más adelante dice que todos ellos se buscan solo con los sentidos, porque lo que falta es el Hombre con mayúscula, alguien como Jesús se entiende, como Gandhi, para tenerlo más al alcance de la mano. Porque ni él, ni el Águila ni el Lupus, sus amigos más cercanos, tenían entonces suficiente humanidad como para ser llamados hombres, como él lo concibe.
Mis experiencias con la Verdad, denominó el Mahatma Gandhi a su autobiografía. Lo digo porque este libro de buena poesía trasunta una preocupación fundamental en su autor por hacerle frente a la verdad, consciente del precio que se paga por tal enfrentamiento.
En el I Ching, o Libro de las mutaciones de Confucio, hay un pasaje en el que se alude al destino de ciertos hombres a quienes el cielo persigue sin darles tregua y a veces con métodos que hasta pueden ser calificados de crueles. A este respecto Confucio comenta que ese tratamiento tan duro y severo se debe a que el Cielo quiere obtener algo trascendente de esos hombres, quiere sacarles trote como se dice en Chile.
Conozco a Julio César Ibarra, pero ignoro tanto como él mismo lo ignora, qué hará en lo sucesivo con el tesoro interior que constituye su potencial de nacimiento. Mi atracción y mi respeto hacia su persona residen justamente en su búsqueda vivencial de lo verdadero y auténtico. Yo no tengo dudas respecto a él en el sentido de que haya en su persona una cierta dosis de eso que Jung llama justamente Persona, o sea una máscara en griego, apariencia tras la cual se oculta algo que no queremos revelar a los demás para sacar provecho de la simulación. Si hay algo que caracteriza a Julio César Ibarra es su transparencia. No digo con eso que todo en él sea claro como un cristal, sino que así como él se presenta ante nosotros, asimismo es por dentro. Eso se llama autenticidad y es la base de lo que Confucio llama la Inocencia, palabra que nada tiene que ver con la ignorancia, sino con la veracidad.
El conoce a sus enemigos, lo que ya es bastante, muchos de los cuales se hallan dentro de él. Hay una honestidad fundamental en reconocerlo, hasta el límite de incluir entre ellos a la locura. Con el coraje de mirarla al rostro y ver cuán fea , vieja y resentida es, pero también, cuanta liberación trae al suspender
las convenciones que nos reducen a una existencia gris, cuando miles de palomas se retiran del mundo.
Ella es una iluminada
ella lo sabe todo,
ella puede leer en el corazón de los hombres
solo ella conoce la verdad.
Yo dependo de su voluntad
y su voluntad es una maldita tirana.
Es la demencia que ingresa en mi vida
lanzándome a vivir en el desierto.
Parece que el poeta quiere así darnos una especial versión con un ingrediente trágico de ese refrán de todos conocidos que dice: Los niños y los locos dicen la verdad, y por decir la verdad, por desear la verdad, por perseguir a la verdad, los que lo miran quieren saber por qué camino hacia la muerte.
Todos los grandes testigos de la verdad podrían decirle a los demás hombres algo semejante.
Como la cuenta regresiva del que va morir, Julio César, cuyas ganas de vivir son su mejor garantía para mantenerse lleno de vida, hace el inventario de lo que ha aprendido en su poema El inventario de lo que se. Son muchas cosas, desde las volutas de humo del fumador hasta, comillas Se escribir un poema y se para qué sirve. Se conferirle dignidad a una ropa desgastada, se cuando no hay alternativa. Se que no puedo escapar.
Cuantas veces el poeta quiso escapar de su condición de hombre siempre abocado a lo difícil, pero siempre sobre la convicción de que quien se compara con lo que ellos son para definir como:
Ellos son poderosos dueños del pensamiento
nosotros somos hijos del sentimiento.
Ellos son los señores del orden jerárquico
nosotros queremos crecer entre hermanos.
Ellos son dueños de las cosas
nosotros vivimos de las palabras.
Nosotros no abandonas nuestros sueños
Ellos son seres pragmáticos
pero cada día que pasa
nosotros y ellos nos parecemos.
Para quien ve a la familia humana dividida de este modo no hay escapatoria. La felicidad vendrá muy esporádicamente como un bálsamo en momentos de excepción, porque la situación se agrava, pues estamos corriendo el riesgo de parecernos cada vez más a ellos… Y ante ese peligro el combatiente no tiene escapatoria, pues debe redoblar la energía de sus propósitos, debe renovar sus compromisos con la verdad.
El campo de su posibilidades parece estrecharse y si ya no puede movilizar masas contra la tiranía, porque nos dieron la libertad, porque nos permitieron dormir sin el temor de sus sicarios interrumpieran nuestro sueño, solo quedan reducidos espacios para realizar nuestro sueño
Porque quiero cambiar de actitud
porque quiero amar al prójimo,
Aunque solo lo haga en mi hogar
aunque solo lo haga con mis hijos
aunque solo lo haga con mis amigos
aunque solo lo haga en el trabajo
aunque solo lo haga en la calle
aunque solo lo haga con un desconocido
aunque solo lo haga con mis enemigos.
Este poema cuyo contenido comento, me trae a la memoria otro pasaje del libro del Tao de Lao Tse, en el cual el sabio describe un proceso del cultivo de la virtud en el hogar, en la comuna, en la región y en todo el imperio. Y el poeta, al parecer sin darse cuenta, ha comenzado el itinerario por sí mismo y los suyos, hasta abarcar a los adversarios, como lo hizo Gandhi. Por eso en su poema siguiente Islas termina con la esperanza de que algún día seremos tantos que chocaremos y tendremos que vernos. Ese día escribiremos otro poema épico, y sino, moriremos con dignidad.
No está demás relacionar esta visión futura de Julio César Ibarra con la sorpresa que nos están dando las redes sociales a través de todo el mundo, donde son tantos los que se rebelan por las mismas razones de nuestro poeta, que ahora chocan y viniendo de lugares tan diferentes, no pueden menos que verse ahora y tocarse, y tomar conciencia de que su meta final es una sola, mientras se perfila veladamente el hecho de que eso en Santiago, Madrid, Irlanda, Medio Oriente, Paris, parece estar configurando un nuevo poema épico.
Ya no tendría Julio César Ibarra más razones para encolerizarse, por eso da la impresión que la Furia él se la sacó del corazón
A veces me siento atrapado al centro del huracán
Esa eres tu furia
¿Cómo he osado quererte?
Ahora sé algo más;
Tú no te has ido
Solo te has transformado dentro de mí.
EL MARGINAL
El ideal caballeresco del Ronin Samuray, independiente del caballero andante, del que logra solo en sueños su programa de héroe real y conquista a su reina y hace justicia a todos porque para eso fue investido de poderes que nadie tiene. Pero esa reina no existe más que en su imaginación, o en la imaginación de la compañera de turno.
El poema El marginal, es como una cumbre de esta montaña, el lugar de ella que se distingue por la blancura de la nieve, así como en la vida del guerrero, el encuentro con su reina imaginaria:
Ella es mágica, conoce los secretos de muchos
ha aprendido calmándoles el rumor del cuerpo
descubriendo que después de acabar los hombres hablan
de sus preocupaciones más profundas.
Así supo de sus aflicciones.
Aprendió a mitigar el dolor, a saber,
que hay hombres que hacen la guerra para encontrar su paz.
sabe que la paz, el guerrero no la encuentra en el lecho nupcial
sabe que las mujeres van y vienen en su vida
según el tiempo y la necesidad
sabe entrelazar su sueño con el guerrero,
soporta sus propias fantasías al laberinto claroscuros
del héroe excitándolo.
El libro A la sombra de la montaña, por su recurrencia en el tema parece un manual de la experiencia del hombre con las mujeres, destacándose la diosa blanca por su caprichosa ambigüedad de maestra en el arte de dar al hombre gozo y veneno.
Ellos ven a una Viuda Negra con sus albas piernas
enredándolos, haciéndoles recular en su cueva moral.
Ellos están dispuestos a morir después de acabar en su vientre.
Es que morirse en ella bien vale la pena.
Hay hombres que nunca han gozado de este privilegio
y hay mujeres que nunca se atreverían a sentir como ella.
Abunda la palabra maldita para la mujer seductora, la reina imaginaria, como abunda la palabra maldita para la poesía, que se entrega a algunos pero no siempre que ellos la buscan para poseerla.
Solo hay una cumbre del amor en su libro. Un punto de luz del género femenino que él no puede maldecir ni acusar de doble juego, de perfidia. Es el poema El parque Bustamante, que me permitiré leer en su integridad:
Hoy camino por el parque junto a mi mujer y a mis hijos.
mi hijo y mi hija juegan en el tobogán de la plaza:
ríen felices.
Mi hija tiene dos años y medio, pronuncia la palabra árbol
la palabra pájaro
la palabra cielo.
Mi hijo tiene dos años y medio, sube, una y otra vez
por la escalerilla del tobogán
y se deja caer resbalándose por la pendiente
mientras su madre sonríe preocupada…
Mi alma besa a mi mujer,
acoge las palabras de mi niña
y se lanza con mi niño por el tobogán.
Mi alma iluminada.
Ayer, el mismo parque y los mismos árboles
me ven caminar, vagar, desolar, aridar, enloquecer,
destinar sin rumbo fijo
disparar un tiro en las sienes de mi vida
Mi alma oscurecida.
¿Cuánto tiempo ha pasado entre un momento y otro?
¿Horas, días, años…?
Solo una mirada nazarena ha bastado…
Cabe preguntarse al leer esto, ¿fue acaso una premonición? Nuestro Julio César Ibarra está ahora en la tercera estrofa de su poema “Parque Bustamante”, y su alma como nunca iluminada. De esos muchos podemos dar fe.
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